(Desde El Cañamelar, Valencia, José Ángel Crespo Flor).- Aunque no suele ser muy habitual -porque monseñor D. Carlos Osoro, arzobispo de Valencia, también escribe cartas muy buenas y llenas de actualidad- ante la proximidad de la Solemnidad de la Asunción de la Virgen a los Cielos en Cuerpo y Alma (domingo 15 de agosto) he querido hacerme eco de esta carta que firma el actual arzobispo de Burgos, mons. D. Francisco Gil Hellín y que a continuación transcribo en su totalidad.
D. Francisco Gil no es desconocido en Valencia porque aquí trabajó, como muy bien se dice en su biografía y ocupó cargos de responsabilidad. Entre otros cargos que ocupó hay que señalar que fue canónigo Penitenciario de la Archidiócesis de Valencia por concurso de oposición (13-XI-75). Profesor de la Facultad de Teología San Vicente Ferrer. Capellán del Colegio Mayor Universitario La Asunción. Su labor pastoral se centró en dirigir y dar Cursos de retiro para Universitarias y la atención en la Santa Iglesia Catedral en el Sacramento de la Penitencia.
Bien, al principio hemos hablado de la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María a los Cielos en Cuerpo y Alma. Estamos pues hablando de la ‘Pascua de la Virgen’. Un dogma, una verdad irrefutable que ha sido admitida por la Iglesia y transmitida a todo el orbe católico.
Este Dogma fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus:
«Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo».
No estaría nada mal que se leyera esta carta, en publico o en privado, antes de la Misa Solemne del día 15 o antes de las Primeras Vísperas del día 14 porque insisto en su actualidad. Una carta que viene bien a todos, a sacerdotes y a fieles laicos y una carta de la que todos podemos y debemos de aprender. Una carta que potencia el Ave María, el Ángelus o el Rosario y una carta donde uno puede empezar a ‘amar’ y entusiasmarse ante el ese himno oriental que tanto ha calado en la liturgia católica, el ‘Akatistos’. Les animo pues a que lean esta carta. Seguro que les gustará y seguro que les hará mucho bien. Yo, de momento, la voy a guardar porque me vendrá muy bien para esos meses, mayo y octubre, donde la devoción a la Virgen, en sus múltiples advocaciones, adquiere una mayor importancia.
“María en la oración del pueblo cristiano»
Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos
(CAMINEO.INFO) El culto a la Santísima Virgen es tan antiguo como la Iglesia y a lo largo de los siglos ha experimentado un desarrollo ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer innumerables expresiones de piedad. Muchas devociones y plegarias marianas son una prolongación de la liturgia y, a veces, han contribuido a enriquecerla.
La primera invocación mariana conocida se remonta al siglo III y comienza con las palabras: «Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium) nos acogemos, santa Madre de Dios…» que encuentra una resonancia continuada en el himno oriental “Akatistos”. Sin embargo, la más común, desde el siglo XIV, es el «Ave María». En el Ave María llamamos a la Virgen «llena de gracia» y de este modo reconocemos la perfección y belleza de su alma. La expresión «el Señor está contigo» revela la especial relación personal entre Dios y María, que se sitúa en el gran designio de la alianza de Dios con toda la humanidad. Además la expresión «Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús» afirma la realización del designio divino en el cuerpo virginal de la Hija de Sión. Al invocar a «Santa María, Madre de Dios», los cristianos son conscientes de que se dirigen a la que por singular privilegio es inmaculada Madre del Señor, pero se atreven a decirle: «Ruega por nosotros pecadores», y se encomiendan a ella ahora y en la hora suprema de la muerte.
El Ángelus es otra oración mariana preciosa y llena de contenido. Esta oración nos hace revivir el gran acontecimiento de la historia de la humanidad: la Encarnación. Aquí radica el valor y el atractivo del Ángelus, que tantas veces han puesto de manifiesto los teólogos y pastores, y hasta los mismos poetas y pintores.
Dentro de la devoción mariana, ha adquirido un puesto de relieve el Rosario, que a través de la repetición del «Ave María» lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria sencilla señala al pueblo cristiano que el fin del culto mariano es la glorificación de Cristo. Esta oración ha encontrado una gran acogida en el magisterio y piedad de los recientes romanos pontífices. La exhortación apostólica Marialis cultus ilustra su doctrina, recordando que se trata de una «oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora», y reafirmando su «orientación claramente cristológica» (n. 46). La piedad popular une al Rosario las Letanías, entre las cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario de Loreto y por eso se llaman «lauretanas». Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre ha derramado en ella.
Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en sus necesidades diarias. Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer insensible ante las miserias materiales y espirituales de sus hijos. Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el camino exigente de las bienaventuranzas.
Vale la pena recordar un hecho tan entrañable como sobrecogedor. La devoción a María, dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios con nosotros», que Ella concibió como hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección.