Amigos sin rostro
Hay muchos amigos.
No sólo aquellos que tienen un rostro
y un nombre conocido y querido,
sino también aquellos sin rostro,
aquellos con quienes nos cruzamos
diariamente a la vuelta de la esquina,
por las calles de nuestra ciudad,
en el autobús, entre la muchedumbre.
El que te pide disculpas por el empujón,
el que te da preferencia en la carretera
con una sonrisa, el que te cede su asiento,
el que te ayuda a empujar el coche que no te arranca,
el que te ayuda a levantar un fardo,
el que sonríe a tu niño, el que recoge
el sombrero que te ha llevado el viento.
¿No son muchos? ¿Demasiados? Quizás.
Pero sin son pocos, es porque no sabemos
descubrirlos, porque vamos por la calle,
entre la gente como torres blindadas
y mirando a los que se cruzan con nosotros
como si todos fueran enemigos nuestros,
hostiles, dispuestos a agredirnos.
Y sucede precisamente lo contrario:
la multitud despide amplias vibraciones
de humanidad y ternura: basta un detalle
para saberla descubrir.
Basta una circunstancia para que pueda apreciarse.
Nacen como pequeños relámpagos de complicidad,
de comunión; yo soy una persona humana,
tú también lo eres; tú eres yo y yo soy tú;
te reconozco por el mismo gesto amargo
y sombrío del rostro, signo de preocupaciones,
signos de tensiones, de angustia, de dolor.
Démonos la mano, rocémonos al menos.
Quién sabe si este pequeño gesto no tendrá
resonancias profundas en nuestras vidas
y se prolongará como un eco quién sabe dónde…