Queridos amigos:
Antes que nada, quiero deciros que estoy conmovido. Si rompo el silencio que vengo manteniendo en torno a mi libro sobre Jesús, es para agradeceros vuestro abrazo solidario, tan unánime y sincero. Nunca lo olvidaré. Al mismo tiempo, quiero también expresar mi gratitud a cuantos, creyentes y no creyentes, me venís manifestando vuestra adhesión y apoyo incondicional. Mi agradecimiento a todos.
Al leer uno por uno vuestros nombres, he ido recordando tantos esfuerzos y trabajos, tantos proyectos y programas pastorales compartidos con vosotros durante muchos años para responder, con pasión y hasta con entusiasmo, a la llamada del Concilio que nos invitaba a una profunda renovación de nuestro servicio y de nuestra acción evangelizadora.
No nos resultó fácil. Tuvimos que actualizar nuestra teología, aprender a celebrar la fe con el pueblo, reavivar la corresponsabilidad de laicas y laicos, y compartir desde dentro los problemas, conflictos y sufrimientos de nuestro pueblo. Todo ese trabajo no ha sido inútil. El gran teólogo Karl Rahner decía que el Concilio solo fue «el inicio del comienzo».
Gracias al camino recorrido, hoy estamos en condiciones para captar que en estos momentos en que se está produciendo un cambio sociocultural sin precedentes, la Iglesia necesita una conversión sin precedentes. Ésta conversión tiene un nombre: volver a Jesús, el Cristo y Señor, para centrar a la Iglesia con más verdad y fidelidad en su persona y en su proyecto del reino de Dios.
En este horizonte, escribir un libro sobre Jesús tiene su importancia, pero no deja de ser un episodio pasajero. Lo decisivo es aunar fuerzas para volver a lo esencial, a lo que Jesús vivió y contagió. No dejar que su Espíritu se apague entre nosotros por nuestra cobardía, pereza de corazón o inconsciencia. Todos podemos contribuir a que la Iglesia sea más de Jesús y su rostro más parecido al suyo.
No sabemos el futuro que le espera a la fe cristiana entre nosotros. El cristianismo solo tiene veinte siglos y, seguramente, Jesús no ha dado todavía lo mejor.
Termináis vuestra carta animándome a «seguir esperando contra toda esperanza en Aquel que ha sostenido mi vida». Es lo mejor que me podíais desear. Seguiré caminando y trabajando con los ojos fijos en él. Ya no sabría vivir de otra manera.
Un abrazo grande por vuestra amistad. Y sabed una cosa: la sonrisa ya me la habéis hecho recuperar.
José Antonio Pagola