¡Escuchad!
Apaguemos las luces del mundo, para que allá al fondo,
en la oscuridad de la vida, aparezca la estrella.
¿Qué tengo que ver yo contigo, Señor?
–pregunta la estrella a Dios–
Tendrás mucho que ver, si guías a los hombres
al que es Salvación.
Encendamos pues, hermanos, la estrella de la fe;
dejémonos guiar y seducir por ella,
su resplandor nos dejará cara a cara con Cristo.
¡Luce! ¡Brilla en lo más alto divina estrella!
Para que, mirándote a ti, sólo a ti,
no vea ni descubra a nadie que no sea sino a Dios.
Apaguemos, disipemos las luces del mundo,
todo lo que distorsiona nuestras miradas,
aquello que distrae nuestro buscar al Señor.
Viene el Señor y, lo bueno de todo,
es que se arrima pequeño, humilde y humanado.
El Dios que tanto habló a los reyes y a los profetas,
en Belén, en esta hora misteriosa,
no silabea, no dice nada… pero lo dice todo: AMOR
Amor por el hombre: y baja del cielo.
Amor por el hombre: y nace en la tierra.
Amor por el hombre: y gime en un portal.
¡Escuchad, hermanos, oíd!
Son los ángeles que anuncian la gran noticia
a un mundo que, hoy como entonces,
a Dios le cuesta acoger y recibir.
Son los ángeles quienes, con trompetas afinadas,
con diapasón angelical,
nos marcan el sendero que conduce hasta Belén.
¡Vayamos! ¡Corramos! ¡Postrémonos y adoremos!
Amortigüemos las luces del mundo,
porque, las luces artificiales, frente al lucero divino,
no son nada, son inseguras y nos alejan de Dios.
Que, en este Año Santo de la Fe,
el Señor, aguarda con más pequeñez que nunca:
nuestra fe y nuestra adoración,
nuestra confianza en Él y nuestra inquietud apostólica.
Que, en este Año de la Fe,
el Niño busca pregoneros de su presencia y de su amor,
para que su MISTERIO nunca se olvide.