LA VIDA CONSAGRADA, UNA PROFECÍA PARA EL MUNDO DE HOY

LA VIDA CONSAGRADA, UNA PROFECÍA PARA EL MUNDO DE HOY

Al final del Año de la Vida Consagrada

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

El próximo día 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, se clausurará el Año que hemos dedicado a la Vida Consagrada, y que había comenzado el primer domingo de Adviento del 2014. No es una simple coincidencia que se termine este Año en el marco de la misericordia. Vida consagrada y misericordia tienen una relación muy estrecha que haríamos bien en reflexionar.

En este momento, la primera palabra que me brota del corazón es: Gracias. Gracias a Dios que ha llamado, y sigue llamando a hermanos y hermanas nuestros a vivir una especial consagración, cuya fuente está en el bautismo. Cristianos que, cada día, buscan seguir con radicalidad a Cristo en pobreza, castidad y obediencia.

Los consagrados son cristianos que, en la comunión de la Iglesia, nos muestran la hermosura del mundo que todos anhelamos, donde Dios sea todo en todos (1Cor 15,28). Gracias también a las distintas familias religiosas, a los institutos seculares, a las sociedades de vida apostólica y a las nuevas formas de vida consagrada que fecundan a la Iglesia con sus dones carismáticos.

Gracias, de un modo muy especial, a los consagrados que enriquecen y hacen más hermosa con su presencia y su misión esta porción del Pueblo de Dios que es la diócesis de Guadix. Gracias por ser lo que sois y por hacer lo que hacéis.

Tres palabras, que creo son el fundamento de toda vida cristiana, y, por lo tanto, de toda vida de especial consagración, me inspiran en este momento para escribir esta carta en el Día de la Vida Consagrada: Dios, Iglesia, Mundo (Hombre).

PRIMACÍA DE DIOS.

El fundamento y centro de toda vida es Dios. Es verdad que esto podíamos decirlo de, y para, cualquier creyente. Sin embargo, en aquellos que han seguido la llamada a una vida de especial consagración, lo es por un título especial. No se trata de un privilegio que los ponga por encima de nadie, pero sí de una predilección.

La llamada a la vida consagrada es un don, una gracia que se mueve, y sólo puede entenderse, en el misterio del hacer de Dios. Dios llama a quien quiere, y quien recibe la llamada responde desde la libertad con todo su ser, con lo que es, lo que tiene, lo que puede, sin excluir de su ofrenda el futuro que pone en manos del que lo ha llamado.

Los consagrados hacen de Dios lo primero, el motor de su existencia; viven en Él, por Él y para Él.

Con qué profundidad lo expresó San Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica “Vita Consecrata: “Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva. La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos” (n. 17).

Esta centralidad de Dios no se vive como un abstracto, sino como el seguimiento concreto de Jesucristo. El Evangelio es la referencia a la que mira la vida de cada consagrado. La vida consagrada está enraizada profundamente en el ejemplo y la vida de Cristo. Los consagrados siguen a Cristo y no a una idea o un proyecto por ilusionante que sea.

Es Cristo en su totalidad el que marca, sostiene y da sentido al seguimiento. Los consagrados no profesan la pobreza, castidad y obediencia como algo valioso, sino que siguen a Cristo pobre, casto y obediente. Dejándolo todo lo siguieron, nos dice el Evangelio en referencia a la actitud de los apóstoles (cfr. Mc 1,18; LC 5,11).

Lo dejaron todo para estar con Él y para ponerse a su servicio y al servicio de los hermanos. Estar con Él es la vocación de un consagrado, y su misión ponerse a su servicio y al de los demás, cada uno según su carisma.

Por eso oración y vida apostólica están tan íntimamente unidas que la exclusión de una deja sin sentido a la otra. Los consagrados están llamados a ser contemplativos en este mundo de la prisa y de la eficacia. Dedicar tiempo a estar con el Señor es una ganancia que da sentido y enriquece la tarea apostólica.

No se trata de una contemplación desencarnada, porque el que contempla el rostro de Dios escucha el latir del corazón del pueblo. El contemplativo es capacitado para escuchar a Dios y al pueblo. Así, la totalidad y centralidad de Dios en la vida del consagrado no lo separa de los demás; al contrario, lo une con un vínculo especial.

En la medida que Dios es el centro, los demás ganan, porque se crea un vínculo de caridad que se hace fuerte frente al egoísmo y la tentación de una vida acomodada que huye de la novedad y del riesgo.

La centralidad de Dios abre el horizonte, tantas veces estrecho, de nuestros diagnósticos humanos y de unas expectativas de futuro que son más el fruto del que considera la misión como la obra de nuestras manos, que del que ha puesto su confianza en el Señor.

No podemos dejarnos engañar ni vencer por un futuro incierto cuando sabemos que Dios es nuestro futuro. Esta es la esencia escatológica que configura la vida consagrada en la Iglesia. No nos dejemos robar la confianza en el Señor.

EN LA COMUNIÓN DE LA IGLESIA

“La Vida Consagrada es un don para la Iglesia, nace en la Iglesia, crece en la Iglesia, está totalmente orientada a la Iglesia”, son palabras del Papa Francisco, que expresa la indisoluble unión de la Vida Consagrada con la Iglesia, con la Iglesia que vive en cada lugar.

A lo largo de la historia el Espíritu ha ido enriqueciendo a la Iglesia con sus dones. En la experiencia concreta de los Fundadores, hombres y mujeres que han leído el Evangelio y se lo han creído, el Espíritu ha suscitado el carisma para responder, siempre inspirados en las enseñanzas del Señor, a los grandes retos de la evangelización de cada una de las épocas de la historia y de los diversos contextos humanos que apelaban a la misión de la Iglesia.

Siempre en la comunión de la Iglesia, y nunca faltando las dificultades y hasta la persecución, estos Fundadores han iniciado una obra, pequeña en su comienzo, que se ha hecho grande, no por la cantidad sino por la riqueza del carisma que ha ido dando fruto allí donde se ha plantado.

El carisma es una realidad viva, que no sólo tienen los Fundadores, sino todos aquellos que posteriormente lo abrazan y lo viven. Por eso, la vida consagrada es rica y enriquece a la Iglesia con su presencia.

Plantados en el campo de la Iglesia, los dones carismáticos siempre son actuales, son novedad.

Los carismas, en primer lugar, configuran a la persona y, después, la lanzan a una misión. Los consagrados hacen cosas importantes, sin duda, pero lo más valioso es lo que son. Su presencia testimonial es un don de Dios a la Iglesia porque nos hacen presente a Cristo que vive pobre, casto y obediente.

«La vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que “indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana” y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo». (Vita Consecrata 3).

Los consagrados, según sus carismas, realizan la misión de la Iglesia en la oración, la enseñanza, la acogida, la promoción humana y religiosa, la curación y los demás ámbitos de la evangelización. Su vocación y misión forman parte de la misión de la Iglesia.

No quiero olvidar la relación de la vida consagrada con cada una de las iglesias particulares. Los consagrados viven y realizan su misión en el seno de la Iglesia concreta, que está en un lugar, en una cultura.

La encarnación de los consagrados en nuestras iglesias es una realidad gozosa. Nuestro pueblo valora esta presencia y los quiere como algo propio. Las comunidades de los consagrados configuran nuestras comunidades, nuestros pueblos y ciudades.

De aquí han surgido, y tienen que seguir surgiendo, las vocaciones a este estado de vida cristiana. No me cansaré de pedir la oración del pueblo de Dios para que los jóvenes respondan con generosidad a la llamada del Señor. Nosotros, sacerdotes y consagrados, hemos de hacerlo con más fuerza, cada día, sin desfallecer.

El Obispo, al que se le ha encomendado el cuidado de una Iglesia, es también el Padre y Pastor de los consagrados, y como tal ha de cuidarlos. Y los consagrados han de verlo como tal.

Cómo desearía que la presencia de las comunidades de vida consagrada superara el criterio, que se puede entender, de la estrategia o de las necesidades internas del Instituto y mirara más a las necesidades de cada Iglesia particular y a la importancia de cada una de estas presencias. Este camino hemos de hacerlo con el diálogo fraterno de obispos y superiores mayores.

PARA LA SALVACIÓN EL MUNDO

Sin duda que los consagrados son la vanguardia de la Iglesia y están presentes en los lugares de vanguardia. Son pocos los lugares donde se juega la vida del mundo, que no estén los consagrados. Y al hablar de vanguardia me refiero también a los que han consagrado su vida a la contemplación. Los monasterios son también vanguardia de la evangelización.

Dice el Papa Francisco: «Las personas consagradas son signo de Dios en los diversos ambientes de vida, son levadura para el crecimiento de una sociedad más justa y fraterna, son profecía del compartir con los pequeños y los pobres. La vida consagrada, así entendida y vivida, se presenta a nosotros como realmente es: un don de Dios, un don de Dios a la Iglesia, un don de Dios a su pueblo. Cada persona consagrada es un don para el pueblo de Dios en camino».

La vida consagrada es en medio del mundo una profecía. Una profecía que anuncia un modo de vivir distinto, el de las Bienaventuranzas, y un mundo distinto regido por las relaciones fraternas. Pero también es denuncia. Denuncia todo aquello que atenta u oscurece el rostro de Dios en cada hombre o mujer; una denuncia que nos invita a descubrir ese rostro de Dios en los que más sufren o han sido despojados de la dignidad de los hijos.

La presencia de los consagrados en los distintos ámbitos de la sociedad es una presencia teológica: hacen presente el rostro misericordioso del Padre; y a Cristo que enseña, que cura, que ora, que levanta, que abraza, que mira con misericordia. Por eso son una profecía. Frente al poder de una sociedad que todo lo pone en el poder, una vida pobre y austera que se asienta en lo esencial.

Frente a la fuerza del placer que endulzado hace del otro un objeto de mercado y vende como amor lo que no es, la fuerza de un corazón indiviso y fiel. Frente a la omnipotencia del yo, del relativismo y del subjetivismo, la fuerza de rendir nuestra voluntad a la voluntad de Dios que se expresa también en las mediaciones humanas.

Es una vida que hace feliz al que la vive con radicalidad, en fidelidad y perseverancia. Una prueba de esta vida feliz es la alegría. Necesitamos consagrados que nos evangelicen con su alegría.

La presencia de los consagrados en el mundo es, en definitiva, una muestra más del amor de Dios por el hombre, un amor que se preocupa de nuestra pobreza pero que no se deja vencer por ella, sino que siempre levanta y nunca humilla.

Tres referencias para todo cristiano, pero especialmente para todo consagrado: Dios como lo primero, la Iglesia como lugar de vida y crecimiento, y el hombre como llamada a hacer a Dios presente en el mundo.

Termina ahora el Año dedicado a la Vida Consagrada, pero, gracias a Dios, sigue la presencia y la labor de estos hermanos y hermanas nuestros a los que llevamos tan dentro del corazón. Ojalá que este tiempo nos haya ayudado a todos a descubrir o redescubrir el don de la vida consagrada en la Iglesia.

Ojalá que a vosotros, mis queridos consagrados, os haya ayudado para revitalizar vuestra vida al calor del Evangelio y de vuestro respectivos carismas. Sabed que sois muy importantes para la Iglesia, que os necesitamos, y queremos seguir caminando juntos, como lo venimos haciendo desde siempre.

Para terminar, miremos juntos a la Virgen María, consagrada al Señor por su Sí decidido y definitivo. Ella se cuida siempre de nosotros, y a ella le pedimos que cuide a los consagrados. Hago mías las palabras del Papa en su carta dirigida a los consagrados al comienzo de este año: “Encomiendo a María, la Virgen de la escucha y la contemplación, la primera discípula de su amado Hijo, la vida de cada uno de los Consagrados.

A ella, hija predilecta del Padre y revestida de todos los dones de la gracia, nos dirigimos como modelo incomparable de seguimiento en el amor a Dios y en el servicio al prójimo”.

Con mi afecto y bendición.

+ Ginés, Obispo de Guadix