HOMILÍA EN LA VIGILIA POR LA VIDA NACIENTE

S.A.I. Catedral, 27 de Noviembre de 2010

Queridos hermanos en el Señor:

Con esta solemne vigilia comenzamos el tiempo del Adviento, tiempo de esperanza. Nos preparamos a la venida del Señor, que es memoria de su venida en la Carne, reconocimiento de su venida hoy a nuestras vidas, y espera confiada de la venida que realizará para consumar el mundo y la historia.

Con el Adviento comenzamos también un nuevo Año litúrgico, en el que iremos recorriendo los misterios de nuestra fe, misterios en los que hemos sido introducidos por el Bautismo. El Año litúrgico es el pedagogo que nos lleva de la mano para configurarnos con Cristo, fundamento y sentido de nuestra existencia creyente y causa de nuestra esperanza.

Con esta Vigilia, en las Primeras Vísperas del Primer Domingo de Adviento, queremos responder a la invitación de Santo Padre, Benedicto XVI, a unirnos a él, en una oración especial por la Vida naciente. En todos los lugares del mundo; en cada Catedral, con su Obispo; en cada parroquia o comunidad con el presbítero que la preside, elevamos nuestra oración al Dios de la vida por aquellos que nacen a la vida, aun en el seno materno.

1. El Adviento nos lleva a contemplar una de las tres virtudes teologales: la esperanza. Nos recuerda el CEC:

“La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23)…..” (n. 1817).

Como nos recuerda este tiempo litúrgico, el futuro no es una conquista del hombre (“futurum”), sino un don que nos es dado, un “adventus”. En una de las antífonas del oficio de laudes de Adviento, rezamos: “Sobre ti, Jerusalén, amanecerá el Señor”. Con esta imagen sencilla y elocuente reconocemos cómo el Señor viene a nosotros como la luz sobre la oscuridad de la noche; Él llega sin hacer ruido, cubriendo todo lo que existe, nuestras vidas, y llenándolo con su luz. El Señor llega a nuestra oscuridad y borra las tinieblas del mal y del pecado para sumergirnos en la gracia que no se acaba nunca.

Nuestra esperaza, mis queridos hermanos, tiene contenido. Nuestra esperanza es Cristo, el Hijo de Dios encarnado en el seno de María Virgen, el que por nosotros se entregó a la muerte, y pasando por la negación de la condición humana, la venció por su amor, dándonos una nueva vida, una vida que no tiene fin.

Sólo el amor genera vida, y nosotros tenemos vida en el amor de Dios. Recojo, en este sentido, las palabras del Cardenal Van Thuan:

“.. no es raro que, en el mundo actual, nos sintamos perdedores. Pero la aventura de la esperanza nos lleva más allá. Un día hallé escrito en un calendario estas palabras: “el mundo es de quien lo ama y mejor sabe demostrarlo”. ¡Qué verdaderas son estas palabras!. En el corazón de las personas hay una sed infinita de amor, y nosotros, con el amor que Dios ha infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), podemos saciarla.” (F. X. Nguyen van Thuan. Testigos de esperanza, p,. 82).

2. Con sencillez, pero con convicción, queremos proclamar que la vida es un don de Dios, que sólo es Él es su dueño; Él la da y el la quita. El hombre, que tiene en la vida el más grande de los dones, es administrador de este regalo del Creador. Como dice San Pablo en la Carta a los Romanos: “En la vida y en la muerte somos del Señor”. Esta certeza no sólo no quita en nada la libertad, grandeza y el poder al hombre, sino que, por el contrario, le da sentido y plenitud.

El Papa Juan Pablo II, nos recordaba a propósito del derecho a la vida: “Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana” (Cart.Enc. “Evangilium Vitae”, 2).

La vida es un don precioso que Dios ha puesto en nuestras manos para que lo cuidemos y lo demos a los demás. La vida, entendida como propiedad, encierra al hombre en un egoísmo estéril, que lo priva de la belleza del otro, de la alegría de darse, de la apertura a la Trascendencia, que revela el hombre al propio hombre. La vida es para los demás; la vida adquiere sentido en la medida que se ofrece, que se da.

Una vida que comienza en el momento de la concepción y termina en su final natural. Vida que no pertenece a los padres, sino que es de Dios. Los padres son colaboradores con Dios en la obra de la Creación. El hijo, como vida propia e irrepetible, no puede ser el fruto del deseo humano, ni el de una programación, en la mayoría de los casos, hecha con mentalidad y fines materialistas, sino un regalo, fruto del amor, porque todo hombre es fruto del amor, incluso los no buscados y no queridos; todos somos fruto del amor de Dios. Digámoslo con claridad: ciertas políticas de control de la natalidad están resultando un “verdadero suicidio”, especialmente en el mundo occidental, cuando no una provocación a vivir la sexualidad desencarnada del amor, banalizando lo que es parte del proyecto de Dios sobre el hombre.

En la cultura sobre la vida que se quiere imponer desde ámbitos del poder, se coloca como primer derecho el de la mujer a decidir sobre el fruto de sus entrañas, aunque para esto haya que silenciar o confundir el hecho mismo del comienzo de la vida. El primer derecho humano es el derecho a la vida, por tanto, una vez que hay vida, ésta ha de ser lo primero; los otros derechos, deben estar supeditados al primero.

Y esto que decimos de la vida en sus inicios, debemos de afirmarlo del final. La única muerte digna es la que es consecuencia de un final natural. Luchemos, especialmente, por una vida digna, que haga posible que lleguemos al final de nuestros días en paz.

3. Nos llena de preocupación el número creciente de amenaza a la vida. El hombre es cada vez más un ser indefenso y la vida un realidad en manos del criterio de aquellos que ostentan el poder, haciendo de la vida una consecuencia más de la propia ideología. De ninguna manera, el concepto y la misma vida pueden ser el resultado de la ideología en el poder. La vida es un don que todo hemos de defender y custodiar, por encima de ideologías y opciones personales.

Pero si peligrosas son las amenazas constantes a la vida, no lo es menos la conciencia social que no sabe distinguir el bien del mal, como resultado de un oscurecimiento de la conciencia, también en lo que al tema de la defensa de la vida se refiere:

“El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana” (Juan Pablo II; EV, 4).

4. Querido hermanos, en este tiempo de Adviento, que ahora comenzamos, miramos al Niño que nació en Belén, Él con su venida nos trajo la salvación; Él se encarna en tantos niños que hoy nacen a la vida, signo de la esperanza de un mundo que, abierto a la vida, camina al encuentro definitivo con el Señor. El Niño de Belén nos muestra el valor de cada vida y nos invita a respetarla y defenderla como presencia de Dios en nosotros.

“Quien acogió « la Vida » en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna” (EV, 102).

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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