Homilía en la misa Crismal por Monseñor García Beltrán, obispo de Guadix

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL
MARTES SANTO

Guadix, 3 de Abril de 2012

“Cantaré eternamente tus misericordias Señor”.

Con estas palabras del salmo alabamos esta mañana a Dios, nuestro Señor, porque ha querido dar pastores a su pueblo, pastores según su corazón. Los sacerdotes son manifestación de la misericordia del Señor que no abandona a su pueblo sino que le da el consuelo de su presencia.
Bendecimos a nuestro Señor Jesucristo por el don de la vocación de tantos hombres que a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo lo hacen presente con su vida. La fidelidad de los sacerdotes nos conmueve al pensar que en ellos y por ellos llega cada día la salvación al mundo entero. Pastores en el Pastor, van entregando su vida por el Señor y por la salvación de los hombres, así se configuran a Cristo y dan testimonio constante de fidelidad y amor (cfr. Prefacio de la Misa Crismal).
Doy gracias a Dios, particularmente, por el don de este presbiterio diocesano; por cada uno de los que formáis esta fraternidad sacerdotal de la diócesis de Guadix. Sois vosotros, hermanos sacerdotes, los colaboradores más íntimos del Obispo; con él compartís el ministerio apostólico y juntos alabamos a Dios con la ofrenda de nuestras vidas, al tiempo que continuamos la aventura de la evangelización de esta tierra que ya en los albores del cristianismo comenzara el que fue su fundador y primer obispo, San Torcuato. Los pastores que nos han precedido, han escrito las páginas más hermosas de nuestra historia y, en mucha ocasiones, con su propia sangre. Formamos parte de un presbiterio de santos y mártires, los mismos que hoy nos invitan a llevar una vida en santidad y en fidelidad al Señor. En este momento de la historia, el Señor nos llama a tomar la antorcha del anuncio del Evangelio de la gracia para alumbrar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

I. Cada año la Misa Crismal nos da la oportunidad de renovar las promesas que hicimos a Dios el día de nuestra ordenación sacerdotal. Y no solo las promesas de nuestro compromiso, sino también renovar el don de la vocación; es momento para volver al primer amor, al día en que Dios se fijó en nosotros y nos dijo: Tú, ven y sígueme. Y nosotros, dejándolo todo lo seguimos. Hoy escuchamos en nuestro interior las palabras de san Pablo a Timoteo: “reaviva el don que hay en ti por la imposición de mis manos” (2Tim 1,6).
Renovar el don de nuestra vocación es volver a Aquel que nos llamó, volver a la fuente de la gracia para recibir gracia. Y a la fuente se va todos los días, de lo contrario no tendremos nada que ofrecer, nuestro servicio no interesará a nadie, será un servicio estéril.
La vocación, mis queridos hermanos, es una iniciativa libre y misteriosa de Dios. ¿Por qué a mí y a otro no?, ¿acaso no hay hombres con más cualidades y disponibilidad que yo?. Esta pregunta no tiene respuesta, al menos desde nosotros; la respuesta solo está en el corazón de Dios. No se llega al sacerdocio por gusto o por afición, ninguno estamos cualificados para el sacerdocio, ni es un derecho al que me pueda acoger. Al sacerdocio se llega por la gracia de Dios que siempre es mediada por la libertad del que es llamado. En la vocación sacerdotal se encuentran la libertad de Dios y la libertad del hombre. Y de este encuentro nace el diálogo que llenará la vida y le dará sentido en Cristo, único Sacerdote
La llamada de Dios solo se puede entender desde el amor. Es una llamada al amor. Por eso la respuesta solo puede darse desde el amor, y solo madura la vocación en el amor. El sacerdote ha de amar a Dios sobre todas las cosas, como todo cristiano podemos decir. Pero el sacerdote ha de hacerlo por un título especial. Dios ha de ser el primero en la vida sacerdotal, nada ni nadie se puede anteponer al amor a Dios. Nuestro sacerdocio es una respuesta a Dios que abarca todos los ámbitos de la vida del hombre, no hay ninguno que escape de la respuesta y de la entrega. Dios pide un corazón indiviso, la vida entera para Él. Un sacerdote con un corazón dividido no da gloria a Dios ni sirve a los hermanos como han de ser servidos. El amor a los demás, el amor a todo lo creado ha de ser desde Dios, pues es su presencia la que purifica el amor mismo, y lo hace limpio, lleno de hermosura, evitando que en los demás nos amemos a nosotros mismo, buscando el propio interés y no el de Jesucristo. Amar como Él nos amó, este es el modelo de amor cristiano, es el modelo del amor sacerdotal.
La vocación sacerdotal exige toda la vida porque es una entrega hasta el extremo. Dar la vida es ir gastándola cada día en el ejercicio del ministerio, y si Dios así lo quiere, hasta el derramamiento de la sangre. A un pastor le han de doler las ovejas, ha de sufrir por ellas y con ella, también por las que siendo del rebaño no vienen a alimentarse, de lo contrario no sería pastor sino asalariado. La indiferencia del pastor por las ovejas es señal de enfriamiento de su amor a Jesucristo. La falta de celo pastoral es una amenaza a la esencia de nuestro ministerio. Queridos hermanos sacerdotes, no podemos permitirnos caer en la falta del celo por las almas, en esto no hay excusa que valga. El sacerdote que mira la gloria de Dios trabaja por el pueblo que se le ha encomendado sea cual sea la situación que vive, o el trato que recibe. El pueblo de Dios necesita a los sacerdotes, quiere escuchar la Palabra de Dios de nuestros labios y recibir la gracia que transmiten los sacramentos. Los pueblos, por pequeños que sean, necesitan un sacerdote, quieren un sacerdote que, siendo hombre de Dios, los lleve a Dios.

II. La Palabra de Dios que hemos escuchado nos presenta a Jesucristo como el ungido del Padre por el Espíritu Santo. Nosotros, en el bautismo, también hemos recibido esa unción que nos ha constituido como sacerdotes, profetas y reyes, y juntos formamos un pueblo sacerdotal. Recordando las palabra del concilio Vaticano II, podemos decir: “Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio común para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (1Pe 2,4-10)” (LG 10). Así es, cada bautizado está llamado a dar culto a Dios en espíritu y en verdad, a hacer de su vida una ofrenda para la gloria de Dios y a ser testigos del amor de Dios ante los hombres, con la palabra y con el testimonio de la propia vida.
Formamos parte de un pueblo de iguales, que hemos sido agraciados con variedad de en vista al enriquecimiento y embellecimiento del cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Si la primera llamada es al bautismo, hay una segunda llamada a cada uno de los estados de la vida cristiana. El sacerdocio es una nueva llamada para el bautizado, es una invitación a seguir al Señor con un título nuevo que exige una respuesta nueva, también en lo referente a la radicalidad.
Las palabras del Señor en el evangelio- “él me ha ungido”- nos invitan a retomar el tema de la unción, o lo que es lo mismo, de la consagración al Señor.
La unción hace del ungido un hombre que pertenece total y exclusivamente a Dios, participando de su santidad (cfr. PDV 19), La consagración viene a hacer vida en nuestra carne la vocación a ser santos. El consagrado, por la unción, se transforma, ya no es el mismo, su transformación no es una cuestión estética, es existencial. No es un simple cambio de oficio sino de identidad. De este modo, “mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una potestad espiritual, que es participación de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia” (PDV 21).
La unción de las manos recibida en la ordenación sacerdotal es el sacramento de la unción de nuestra existencia con la fuerza de Dios. Los sacerdotes participamos, no solo de la misión de Cristo, sino también de su misma unción. Somos ungidos del Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo, con lo que nuestra vida queda configurada, es decir, “caracterizada, plasmada y definida por las actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral” (PDV 21).
Los sacerdotes, por nuestra consagración, pertenecemos a Dios y a su gloria. A Él, y solo a Él, tiene que estar orientada nuestra vida. Él es la fuente de donde brota nuestro ministerio y a Él tiende como a su fin. Nuestra vocación y misión, el sentido de nuestra existencia, se resume en la doxología final de la plegaria eucarística. “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”. Y esto, mis queridos hermanos sacerdotes, tiene que tener reflejo en nuestra vida, en nuestro modo de vivir. En ella todo tiene que estar orientado a Dios y Él ha de ser el criterio último de nuestras actuaciones.
No dudemos nunca que para la misión que se nos ha encomendado no estamos solos. El Señor va delante de nosotros, alienta nuestra vida, da fruto a lo que hemos sembrado por Él. Como hemos proclamado en el salmo: “lo he ungido (..) para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga valeroso”, o “mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder”.

III. La unción del Espíritu siempre es en orden a una misión. Y para llevar a cabo la misión, hemos de ponernos a la escucha de lo que el Espíritu dice a nuestra Iglesia (cfr Ap 2,7). Este ha sido el objetivo que nos hemos propuesto en el Plan de evangelización para nuestra diócesis durante los próximos años. “Queremos, como Iglesia en camino, ponernos a la escucha del Espíritu para que nuestra respuesta, nuestra misión en este momento de la historia responda a lo que Dios quiere, y no a lo que queremos nosotros” (Del Plan de Evangelización 2011-2016).
La Iglesia hoy tiene que asumir retos importantes, nuestra diócesis como parte de esa Iglesia que es una, también ha de asumirlos. El gran reto sigue siendo la evangelización, hacer que el Evangelio llegue a todos y fecunde la historia de los hombres. Esto no es nuevo, aunque es novedad; lo nuevo es el marco en que hemos de evangelizar. El hombre tampoco es nuevo, siempre es el hombre, pero el contexto sociocultural en el que vive, sí es nuevo. Como pretende el próximo Sínodo de los Obispos, que tiene como tema la nueva evangelización, la Iglesia ha de “señalar nuevos modos y expresiones de la Buena Noticia, que ha de ser transmitida al hombre contemporáneo con renovado entusiasmo, como lo hacen los santos” (Mons. N. Eterovic. Presentación de lo Lineamenta del Sínodo).
Como decimos en el Plan de Evangelización, la Palabra de Dios nos convoca y nos envía. Hemos de recordar que la Iglesia ha de comenzar siempre por evangelizarse a sí misma. Ante todos somos oyentes de la Palabra. Somos nosotros los primeros que hemos de escuchar la Palabra de Dios y meditarla en nuestro corazón. No tendríamos nada que decir al mundo si antes no nos dejáramos interpelar y transformar por el mismo Dios que nos habla.
La Palabra definitiva de Dios es Cristo. Es, por tanto, en el encuentro personal con Cristo donde nuestra vida se renueva. El encuentro con la persona y el mensaje de Cristo es irrenunciable en el camino de la fe. Recordemos las palabras del Papa Benedicto XVI en su primera Encíclica, “Deus Caritas est”: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n 1).
Nuestra misión, mucho más, nuestra vida, es que todos conozcan y se encuentren con Cristo. El hombre de hoy, aun el que ha nacido en un ambiente cristiano, no conoce al Señor. El Papa les ha dichos a los sacerdotes del Roma que “un gran problema de la Iglesia actual es la falta de conocimiento de la fe, el analfabetismo religioso”. Los mismos católicos desconocen el mensaje cristiano y la unidad de la fe de la Iglesia que profesamos en el Credo. Por otra parte, son muchos los que se han apartado de la Iglesia; otros, cada vez más, nunca han venido a ella. Dios es el gran desconocido y Jesucristo un personaje histórico sin ninguna referencia trascendente. La cultura actual está disolviendo el concepto mismo de Dios, Dios se ha hecho intrascendente en la vida del hombre, en su quehacer diario, en sus preocupaciones. “Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”. (Benedicto XVI. Carta apostólica, “Porta Fidei”, 2).
Ante esta realidad, hemos de procurar poner, nuevamente, el nombre de Dios en medio de la sociedad. Al menos, Dios debe ser un interrogante en la vida del hombre. Hemos de encontrar lugares y experiencias que abran al hombre al concepto mismo de Dios, a su presencia. En definitiva, hemos de encontrar nuevos caminos para proponer la fe cristiana (cfr Pablo VI. Evangelii Nuntiando, 40).
El primer anuncio, la catequesis y los procesos de iniciación cristiana han de ser el medio por el que introduzcamos a los hombres en la experiencia de Dios. El catecismo de la Iglesia católica es un precioso instrumento, fruto de la renovación conciliar, para proponer la fe en su unidad. De él han nacido otros medios, como el Compendio del Catecismo o el Youcat, que también nos pueden ayudar a proponer la fe a los hombres de hoy. Os recomiendo vivamente su utilización. De uno u otro modo, el conocimiento de la belleza del cristianismo hará que nuestros contemporáneos descubran un modo nuevo de vida y una realización plena de la aspiración del hombre a ser feliz. En Dios está la plenitud, y esta se ha manifestado en el Hijo único del Padre, Jesucristo.
El Año de la fe, que comenzaremos el próximo 11 de octubre, nos ayudará a volver a profesar el Credo, así podremos adquirir una “exacta conciencia de la fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla” (Pablo VI. Exhort. Apost. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 de febrero 1967), 196). Os invito, hermanos sacerdotes, y hermanos y hermanas todos, a preparar y vivir este Año de la Fe como oportunidad de conversión al Señor y renovación de nuestra fe en el Dios único y trinitario. Será también la oportunidad de una verdadera renovación de la Iglesia, tal como quiso el concilio Vaticano II, cuyo quincuagésimo aniversario de su inicio nos disponemos a celebrar. Como nos recuerda el Santo Padre, es el momento de vivir “la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo” (Carta Apostólica “Porta fidei”, 2).

IV. Al hablar de la misión de la Iglesia, y concreto de la misión de los sacerdotes, no puedo dejar de detenerme en un hecho que afecta al corazón de nuestro ministerio, me refiero a la situación por la que atraviesan un número importantísimo de hombre y mujeres, de familias de nuestra tierra. Vivimos, a nadie se le oculta, un momento delicado en las condiciones socioeconómicas de muchas personas. Son cada vez más los que sufren la falta de trabajo, y como consecuencia de esto, la escasez y hasta la falta de los bienes más necesarios para vivir con dignidad. Padres que tienen dificultades para llevar el alimento a sus casas; jóvenes que ven sus expectativas de futuro truncadas por falta de horizonte laboral. Así, los pobres cada vez son más pobres.
No es el momento de detenernos en un análisis sosegado de la situación social y económica, pero sí el de recordarnos que la Iglesia debe tener una palabra ante esta grave situación. No podemos callar. Y junto a la palabra, la cercanía y la ayuda material a los hermanos que nos necesitan.
Las comunidades cristianas o son testimonio de caridad concreta y operante o no son nada. Reitero mi deseo de que en cada parroquia exista Caritas. Caritas es la comunidad que vive y expresa la caridad. En esto hemos de ser vanguardia en la sociedad. Animo a todos los que trabajan en el ámbito pastoral de la caridad a seguir adelante, al tiempo que agradezco de corazón su entrega. Cada día, han de resonar en nosotros las palabras del mismo Cristo: “cada vez que los hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Para terminar os invito a volvernos a la Virgen santísima, Madre de los sacerdotes y Estrella de la nueva evangelización. Nos ponemos bajo su protección y depositamos en su regazo a este pueblo que el Señor nos ha encomendado, especialmente a los más necesitados. Ella, la mujer de fe, nos lleve cada día a Jesús, su Hijo y Señor nuestro.

A Aquel que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, que nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix