Homilía para el Día de Pentecostés

Homilía para el Día de Pentecostés

Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, palabra que viene del griego y significa «el día cincuenta”.

Se trata de una fiesta, de origen judío, llamada también de las Semanas, que conmemoraba el quincuagésimo día de la aparición de Dios a Moisés en el monte Sinaí.

Durante esta fiesta, a la que acudían miles de judíos de todo el mundo aprovechando la primavera, tiene lugar el gran acontecimiento de la efusión del Espíritu, que relata San Lucas en los Hechos de los Apóstoles y confirma San Juan en el evangelio.

Hay ciertas contradicciones en los textos, pero debemos entender que los evangelios y las cartas apostólicas no son libros de historia, sino tratados teológicos y catequéticos para mostrar la acción salvadora de Dios en la humanidad.

Los Apóstoles y María representan aquí a la naciente Iglesia y a los tiempos nuevos marcados por la presencia del Espíritu prometido por Jesús.

El Espíritu es el alma de la Iglesia, quien le da forma, calor y vida.

Pero el Espíritu Santo no actúa solo; representa al Padre y al Hijo en la Trinidad.

La espiritualidad cristiana implica una necesaria apertura al Espíritu.

De hecho, en el Concilio de Jerusalén los asistentes al mismo invocan al Espíritu Santo.

Esta tradición se ha venido manteniendo hasta nuestros días en los diversos concilios, sínodos, seminarios y universidades católicas.

Los discípulos comprenden en Pentecostés que deben salir de su encierro y lanzarse a predicar el evangelio, amparados por la fuerza del Espíritu.
Esta convicción, que impulsó en su tiempo a los primeros discípulos, es la misma que guía a la Iglesia por los derroteros de una sociedad cambiante en las formas y en el fondo.

Todo evoluciona con las nuevas tecnologías al compás de constantes descubrimientos.

El hombre de hoy se siente orgulloso de sus logros científicos, pero es una estatua muda para calibrar los dones de Dios, cuando margina de la vida pública al Supremo Creador.

Muy al contrario.

Lo necesitamos, más que nunca, para salir de la confusión que invade todo el tejido social de nuestro mundo envuelto en guerras, dictaduras, democracias corruptas, fanatismos políticos y religiosos violentos…

Estamos en otra torre de Babel. No terminamos de ponernos de acuerdo para sofocar los conflictos, pues los intereses creados pueden más que las razones justas.

Nos falta espíritu de familia y la figura de una madre, que ponga concordia y aliente el respeto mutuo y el amor filial y fraterno.

La presencia de María en Pentecostés, en medio de los Apóstoles, rezando y esperando la llegada del Espíritu, es una de las imágenes más entrañables del Nuevo Testamento.

Dentro de una sociedad, tan machista como la judía de aquel tiempo, asombra el papel protagonista que da Jesús a las mujeres en sus tareas apostólicas.

Muchas le acompañan y ayudaban con sus bienes (Lucas 8, 3), se mantienen fieles hasta el final y son las primeras receptoras de sus apariciones.

No hemos sabido valorar el compromiso de la mujer en la Iglesia, muy superior al del hombre en los últimos tiempos.

Asomémonos a nuestros templos y veamos quiénes asumen hoy las responsabilidades de la catequesis, la animación de los grupos pastorales, la liturgia, la limpieza o la acción caritativo-social.

Reivindiquemos su entrega e importancia, vital para la supervivencia de la Iglesia en su nueva misión evangelizadora.

El mismo papa Francisco, rompiendo moldes del pasado, con el consiguiente escándalo de sectores puritanos, ha lavado este año los pies a alguna mujer el día de jueves Santo.

Desterremos la misoginia y volvamos a los orígenes fijándonos en María y en la Iglesia del futuro, que será predominantemente femenina.

Reflexión de las lecturas del DOMINGO DE PENTECOSTÉS

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