Evangelio del día 6 de junio

1 Reyes 17, 1-6 / Mateo 4, 25—5, 12
Salmo responsorial Sal 120, 1-8
R/. “¡Nuestra ayuda nos viene del Señor!”

Santoral:
San Norberto, San Marcelino Champagnat,
Santos Pedro Dung, Pedro Thuan,
Vicente Duong, Beato Rafael

Elías sirve al Señor, el Dios de Israel

Lectura del primer libro de los Reyes
17, 1-6

Elías, de Tisbé en Galaad, dijo a Ajab: «¡Por la vida del Señor, el Dios de Israel, a quien yo sirvo, no habrá estos años rocío ni lluvia, a menos que yo lo diga!»
La palabra del Señor le llegó en estos términos: «Vete de aquí; encamínate hacia el Oriente y escóndete junto al torrente Querit, que está al este del Jordán. Beberás del torrente, y Yo he mandado a los cuervos que te provean allí de alimento».
Él partió y obró según la palabra del Señor: fue a establecerse junto al torrente Querit, que está al este del Jordán. Los cuervos le traían pan por la mañana y carne por la tarde, y él bebía del torrente.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL
120, 1-8

R.
¡Nuestra ayuda nos viene del Señor!

Levanto mis ojos a las montañas:
¿de dónde me vendrá la ayuda?
La ayuda me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra. R.

Él no dejará que resbale tu pie:
¡tu guardián no duerme!
No, no duerme ni dormita el guardián de Israel. R.

El Señor es tu guardián,
es la sombra protectora a tu derecha:
de día, no te dañará el sol,
ni la luna de noche. R.

El Señor te protegerá de todo mal
y cuidará tu vida.
Él te protegerá en la partida y el regreso,
ahora y para siempre. R.

EVANGELIO

Felices los que tienen alma de pobres

a
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Mateo
4, 25–5, 12

Seguían a Jesús grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania.
Al ver la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».

Palabra del Señor.

Reflexión

1Re. 17, 1-6. Elías, profeta y signo de Dios en medio del Pueblo, manifiesta el enojo de Dios porque lo han abandonado para irse tras Baal. Pero el profeta también es signo del Pueblo, que vuelve al desierto, a la soledad, para iniciar no sólo un tiempo de reflexión, sino un nuevo retorno, no tanto hacia la tierra prometida, sino hacia Dios.
Como el Pueblo en el Desierto, Elías será alimentado con pan por la mañana y con carne por la tarde, así como con agua que brota de entre las piedras del torrente de Kerit.
El Señor nos pide a nosotros, su nuevo Pueblo, que no nos postremos ante los nuevos ídolos del poder, del tener, de la concupiscencia, sino que seamos unos constantes peregrinos hacia la posesión de los bienes definitivos. Esto no puede desligarnos de nuestros deberes diarios en la construcción de la ciudad terrena; pero no hemos de olvidar que nuestra meta final está escondida con Cristo en Dios, hacia allá nos hemos de caminar, llenos de esperanza, tratando de que el Reino de Dios, y los valores del mismo, se vayan haciendo realidad, ya desde ahora, entre nosotros.

Sal. 121 (120). Los que peregrinan, subiendo hacia el Santuario de Dios en Jerusalén, son protegidos y liberados de todo mal por Aquel que los contempla con amor y con agrado desde su santo Templo. Él ilumina el camino de sus peregrinos y no deja que den un paso en falso, pues es su guardián y nunca duerme.
Nosotros, unidos a Cristo, cargando nuestra cruz de cada día, nos hemos echado a andar tras las huellas del Señor, hacia la consecución de los bienes eternos. No sólo tenemos la mirada puesta en Dios, de tal forma que hagamos nuestros su amor, su entrega, su misericordia y su generosidad; sino que tenemos la seguridad de que también el Señor nos contempla con amor y nos protege en nuestro peregrinar por este mundo hacia la casa del Padre.
Con esta certeza de sabernos amados por Dios, nosotros debemos convertirnos en un signo del amor y de la protección del Señor para nuestro prójimo, de tal forma que la Iglesia de Cristo se convierta en Luz, y no en tinieblas, ni en ocasión de tropiezo para los demás.
Ojalá y cumplamos amorosa y fielmente con esta encomienda que el Señor nos ha confiado.

Mt. 5, 1-12. Jesús, no como un nuevo Moisés, sino como la Palabra Eterna del Padre, se dirige a nosotros para conducirnos por el camino del bien.
Nos pide que nos sintamos pobres y necesitados de Dios, desprotegidos en su presencia, pero totalmente confiados en Él. Quiere que nos sintamos amados por Él y que, a partir de ese su amor misericordioso, nos convirtamos en un signo del mismo para con nuestros hermanos, de tal forma que los consolemos en sus tristezas, que hagamos nuestros sus dolores, su hambre, las injusticias de que son víctimas; y les remediemos esos males, pues Cristo quiere continuar su obra de salvación a favor de todos por medio nuestro.
Sólo así haremos que reine entre nosotros la paz que brota de un auténtico amor fraterno. Si por ello nos persiguen y maldicen, llenémonos de gozo, pues nuestra recompensa no serán los halagos del pueblo, ni sus aplausos, sino el mismo Dios.
Celebramos la Eucaristía como el momento culminante del amor de Dios para con nosotros. El Memorial de la Pascua de Jesús nos habla de cómo el Señor entregó su vida para el perdón de nuestros pecados, y resucitó para darnos nueva vida. Así, quienes aceptamos el Don de Dios, somos elevados en Cristo a la misma dignidad que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.
Adoptados en Cristo no sólo llamamos Padre a Dios, sino que lo tenemos por Padre en verdad.
Las Bienaventuranzas, que hoy hemos meditado, no sólo son un discurso programático de Cristo, sino que se convierten como en una Revelación autobiográfica de quien, teniéndolo todo, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, y dio su vida para que Él pudiera presentarnos limpios de corazón ante su Padre Dios. ¿Habrá un amor más grande que el que Él nos ha tenido?
Las bienaventuranzas deben convertirse en la encarnación de la Palabra amorosa y misericordiosa de Dios en nosotros.
Antes que nada hemos de ser conscientes de que la obra de salvación es la Obra de Dios en nosotros. Por eso, desprotegidos de todo, nos hemos de confiar totalmente en Dios, dispuestos en todo a hacer su voluntad con gran amor, pues el proyecto del Señor sobre nosotros, su plan de salvación, es el mejor, y está muy por encima de cualquier otro que pudiésemos concebir nosotros.
Revestidos de Cristo y transformados en Él, debemos continuamente preocuparnos del bien de los demás. Cristo nos ha dado ejemplo y va por delante de nosotros. Nosotros no sólo vamos tras sus huellas y ejemplo, sino que Él continúa actuando, socorriendo, consolando, construyendo la paz, perdonando por medio de su Iglesia, que somos nosotros.
Si en verdad amamos al Señor, si en verdad somos sinceros en nuestra fe, trabajemos constantemente por su Reino, sin importar el que por ello seamos perseguidos, calumniados, o que seamos silenciados porque alguien, incómodo ante nuestro testimonio del Evangelio, que es Cristo, y sin querer convertirse a Él, termine con nuestra vida.
Ante esas inconformidades de los demás, ante sus críticas y falsos testimonios, alegrémonos, pues, sabiendo que continuamos la Obra de salvación de Dios entre nosotros, estamos seguros de que nuestra recompensa será grande en los cielos.
En cambio, preocupémonos en verdad cuando los demás nos aplaudan y nos alaben, pues así han sido siempre tratados los falsos profetas.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos dejar transformar, por obra del Espíritu Santo, en un signo real de Cristo, con todo su amor y su misericordia para con nuestro prójimo, hasta que algún día el Padre Dios nos reúna para siempre en el gozo eterno. Amén.

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