Un credo para vivir – Evangelio tiempo ordinario

Un credo para vivir – Evangelio tiempo ordinario

Jueves, 22 de noviembre de 2012
Semana 33ª durante el año
Apocalípsis 5, 1-10 / Lucas 19, 41-44
Salmo responsorial Sal 149, 1-6a. 9b
R/. “¡Nos has hecho reyes y sacerdotes para nuestro Dios!”

Santoral:
Santa Cecilia y San Filemón

Un credo para vivir

No te subestimes comparándote
con los demás; todos somos diferentes
y cada uno es especial.

No establezcas tus objetivos de acuerdo
con lo que otros consideran importante.
Sólo tú sabes qué es lo mejor para tí.
No des por sentado aquello más cercano
a tu corazón. Aférrate a eso como a la vida,
ya que sin eso la vida carece de sentido.

No dejes que esa vida se te escape
de las manos por vivir en el pasado
o por pensar en el futuro.
Si vives tu vida de a un día por vez,
vivirás todos y cada uno de los días
de tu vida.

No te des por vencido cuando todavía
tienes algo para dar. Nada está realmente
terminado sino hasta el momento
en que dejas de intentarlo.
No temas reconocer que no eres perfecto;
ese es el frágil lazo que nos une a los demás.

No temas enfrentar riesgos.
Es precisamente asumiendo riesgos
que aprendemos a ser valientes.

No dejes el amor fuera de tu vida
y no digas que es imposible de encontrar.
La forma más eficaz de recibir amor
es dar amor; la forma más rápida
de perder el amor es sofocarlo y aferrarse
a él; la mejor manera de conservar el amor
es darle alas.

No pierdas tus sueños.
Quedarse sin sueños es quedarse
sin esperanzas; vivir sin esperanzas
es vivir sin un propósito en la vida.

No corras por la vida hasta terminar
olvidando no sólo dónde has estado,
sino también adónde vas.

La vida no es una carrera sino un viaje
que debe ser disfrutado a cada paso.

Nancye Sims

Liturgia – Lecturas del día

El Cordero ha sido inmolado y, por medio de su sangre,
nos ha rescatado para Dios de todas las naciones

Lectura del libro del Apocalipsis
5, 1-10

Yo, Juan, vi en la mano derecha de Aquél que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba en alta voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?» Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo. Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ancianos me dijo: «No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y Él abrirá el libro y sus siete sellos».
Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos. que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra.
El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de Aquél que estaba sentado en el trono. Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos, y cantaban un canto nuevo, diciendo:

«Tú eres digno de tomar el libro
y de romper los sellos,
porque has sido inmolado,
y por medio de tu Sangre,
has rescatado para Dios
a hombres de todas las familias,
lenguas, pueblos y naciones.
Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal
para nuestro Dios,
y ellos reinarán sobre la tierra».

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL 149, 1-6a. 9b

R. ¡Nos has hecho reyes y sacerdotes para nuestro Dios!

Canten al Señor un canto nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
que Israel se alegre por su Creador
y los hijos de Sión se regocijen por su Rey. R.

Celebren su Nombre con danzas,
cántenle con el tambor y la cítara,
porque el Señor tiene predilección por su pueblo
y corona con el triunfo a los humildes. R.

Que los fieles se alegren por su gloria
y canten jubilosos en sus fiestas.
Glorifiquen a Dios con sus gargantas:
éste es un honor para todos sus fieles. R.

EVANGELIO

¡Si hubieras comprendido el mensaje de paz!

a Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas
19, 41-44

Cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos.
Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios».

Palabra del Señor.

Reflexión

Apoc. 5, 1-10. ¿Cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros? ¿Quién puede conocer los caminos de Dios, si Él mismo no nos los da a conocer? Podríamos esforzarnos, con nuestras solas luces, en querer conocer los designios divinos. Pero esto no puede realizarse mediante el esfuerzo humano realizado en cualquier forma, por muy sublime que esta sea, sino sólo mediante la Revelación que del Padre Dios nos ha hecho su propio Hijo.
Efectivamente nadie conoce a Dios sino Aquel que procede de Él y ha venido al mundo para revelárnoslo. Él es el que ha roto los sellos que nos impedían conocer el amor de Dios, pues mediante su Muerte y Resurrección nos compró para Dios, de tal forma que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó.
Por eso hemos de servir a Dios con una vida intachable; este debe ser nuestro culto agradable a Dios, pues Él nos ha llamado para que seamos su Pueblo Sacerdotal que le sirva con un corazón intachable por el amor a Él y por el amor a nuestro prójimo.

Sal. 149. Alegrémonos porque el Señor se ha levantado victorioso sobre nuestro enemigo, y a nosotros nos ha hecho partícipes de su Victoria, liberándonos de la esclavitud al pecado y a la muerte. Por eso toda nuestra vida se ha de convertir en un nuevo cántico al Señor.
No podemos llamar Padre a Dios con los labios, mientras nuestro corazón permanezca lejos de Él. Si así fuera entonces estaríamos elevando al Señor un cántico de hipocresía. Por eso Pidámosle al Señor que nos conceda vivir alegres en su presencia y proclamando nuestra alabanza tanto en el templo como en la vida ordinaria.
Que por medio de la Iglesia el mundo entero encuentre el camino de la paz y de la alegría que ha de brotar de vernos y amarnos como hermanos.
Vivamos como personas que, en Cristo, se han levantado victoriosas sobre el pecado y la muerte. No nos digamos personas de fe sólo con los labios. Si en verdad creemos en Cristo Jesús convirtamos toda nuestra vida en una continua alabanza al Nombre de nuestro Dios y Padre.

Lc. 19, 41-44. Hemos conocido el amor que Dios nos tiene en que, siendo aún pecadores, Él nos envió a su propio Hijo para salvarnos del pecado y hacernos hijos suyos.
Jerusalén: Ciudad de Paz. Sus ojos estuvieron ciegos y no pudo reconocer lo que realmente le podía conducir a la paz: creer en Aquel que el Padre Dios envió como salvador nuestro.
Y a Cristo le duele la perdición de los suyos, pues Dios los puso en su mano para que salvara a todos; y nadie se perderá, excepto el hijo de perdición, aquel que se cierre al amor de Dios, aquel que rechace al Enviado del Padre como único camino que nos conduce a la paz. Mientras aún es tiempo el Señor nos invita a volver a Él para que sean nuestras la paz y la alegría eternas.
Pero esa paz y esa alegría que proceden de Dios deben ser realidades vividas ya desde ahora, pues no podemos encaminarnos hacia la Gloria junto a Cristo manifestándonos como destructores de la vida y de la paz entre nosotros.
Tratemos, pues, de ser totalmente leales a nuestra fe, que decimos haber depositado en Cristo Jesús. Ojalá y escuchemos hoy su voz; no endurezcamos ante Él nuestro corazón.
El Señor se ha acercado a nosotros, de un modo especial mediante la Eucaristía que estamos celebrando. Él nos contempla con gran amor. Ojalá y no nos contemple con tristeza porque sólo vengamos a alabarlo con los labios, mientras nuestro corazón permanezca lejos de Él.
Él nos considera sus amigos y nos ha revelado todo lo que el Padre Dios le confió; nada ha guardado bajo sello, sino que nos ha manifestado el amor del Padre, amor que ha llegado hasta el extremo de entregar su vida para que nosotros tengamos vida, y no sólo vida en abundancia, sino Vida eterna.
Mediante su Sangre Él nos ha comprado para Sí, de tal forma que ya no vivamos para nosotros, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó.
Veamos a qué precio hemos sido rescatados. No vivamos, pues, como esclavos del pecado, sino como hijos de Dios, libres de todo aquello que pudiera empañar en nosotros la presencia del Señor.
Que nuestra Eucaristía nos haga vivir como personas que no sólo disfrutan del amor y de la paz de Dios, sino que trabajan para que también se hagan realidad esos bienes en el corazón de todas las personas.
La Iglesia es ahora la Enviada de Dios como testigo de su Señor al mundo para santificarlo, para liberarlo de la esclavitud al pecado y a la muerte. Nuestro testimonio de Cristo nos ha de llevar a preocuparnos del bien de nuestro prójimo en todos los aspectos. Sin embargo también, y de un modo principal, ese hacerle el bien a nuestros semejantes debemos entenderlo como la preocupación de trabajar para que llegue a Él la paz, que sólo proviene de aceptar la persona, las enseñanzas y las obras de Jesucristo.
Evangelizar a los demás debe significar entregarles a Cristo, Evangelio viviente del Padre, como salvación para cada uno de aquellos a los que hemos sido enviados. No podemos conformarnos con trabajar promoviendo una más justa distribución de los bienes temporales para que todos disfruten de una vida más digna; si al final no propiciamos en los demás un encuentro con Cristo como Salvador y Santificador de toda la humanidad, habremos fallado en la misión que se nos ha confiado, y entonces habrá motivos para que Cristo nos reclame el que nosotros seamos los responsables de haber mantenido ciegos a los demás en aquello que realmente podía haberlos conducido a la paz.
Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la Gracia de trabajar constantemente por su Reino, hasta lograr que Él realmente viva en todos y cada uno de nosotros, e impulse nuestra vida hacia nuestra plena realización en Él. Amén.

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